31 jul 2015

EL PEOR, ACTO I


Este relato ha sido creado con mucho cariño para los seguidores de SECARSOS y Detective Sanitarium. Nos propusimos construir, pedazo a pedazo, al peor criminal de todos los tiempos. Deseamos que disfrutes de la primera parte de la historia, y que los grandes esfuerzos por realizarla te den un rato sino inolvidable, escalofriante.

¿Puede ser superada la locura de Alex DeLarge de la impresionante obra La Naranja Mecánica? ¿La improvisación y malas artes del Joker quedarían como un simple juego de malabares? ¿Si Hannibal Lecter entrevistase al siguiente sujeto, lloraría de miedo? Sigue leyendo si quieres salir de dudas.


Grandes películas y libros nos dicen que para tumbar un temible enemigo, el héroe ha de tener características especiales. Sin embargo, el malo de la historia nunca es peor por sus fechorías, ni tampoco por usar un abanico de jugadas disparatadas. No. El villano por excelencia, ese que consideramos como la peor basura, es aquel que, o bien se relaciona estrechamente con el héroe, o es totalmente opuesto a él. El personaje de este cuento es el peor de los peores, agárrate a tu silla y no te pierdas detalle.



ACTO I:
EL QUE NACIÓ DE UN CADÁVER

Erase una vez un mafioso que ordenó ahorcar a una traidora. Cuando pendía de la soga, inerte y sin vida, un bulto envuelto en sangre cayó al suelo. La mujer muerta dio a luz a un fuerte varón. Los asesinos no supieron qué hacer con él, y lo llevaron al jefe para que decidiera su futuro. El jefe dudó qué hacer con él, pero también deseaba ser padre. Al final lo llamó Bill, y esta es su historia.






El jefe siempre estaba muy ocupado, cuando no daba lecciones personalizadas a los que no entendían las palabras, resolvía  problemas de mercadotecnia con sus inversores; no le dedicó mucho tiempo a su hijo, pues la vida de un jefe mafioso suele ser estresante. Así fue como el pequeño Bill se juntó con dos amigos de su padre.




Rock era el responsable del servicio de limpieza y lavandería: siempre usaba productos malolientes para quitar manchas rojas de las habitaciones que trabajaba, y a veces tapaba agujeros pequeños de las paredes; era un buen tipo aunque siempre estuviera gruñendo. Y Moi lo sedujo con increíbles trucos de magia, a menudo jugaba al póker con una gran sonrisa y siempre pensó que ganaba las partidas por alguno de sus trucos. Gracias a ellos dos, Bill amuebló los dones para el gran oficio del crimen. A los 11 años podía dar lecciones de balística o ingeniería social a preadolescentes con alma de pirata. Sin embargo, él aún era bueno e inocente.

A los 14 años, su curiosidad lo llevó a fisgar en los cajones de su padre. Nunca hubiera encontrado las pruebas de su nacimiento de no haberlo hecho. No volvió a ser el mismo desde aquella noche, y eso no fue lo peor que le ocurrió. Horas más tarde un matón de la organización apareció en su habitación, y totalmente borracho, sacudió al frágil Bill hasta que le introdujo su pene por… por muchos lugares. Como nadie lo salvó, Bill liberó al monstruo de su jaula y lo arrojó contra aquel malnacido. Bill le clavó un bolígrafo en su ojo y, después de arrebatarle el arma, atravesó su cráneo de un disparo. El niño que llevaba dentro salió por la bocacha del cañón.



Con la mano que no sujetaba la pistola alcanzó tembloroso el teléfono. Su corazón estaba tan acelerado que creyó que sus latidos se escucharían desde el otro lado de la línea; acabó de marcar los dígitos.

―¿Dime? ―preguntó Rock.

Pero Bill decidió al último momento no encerrar al monstruo: dejó la jaula abierta y perdió la llave en algún lugar de su profundo rencor. Rock no vio su diabólica expresión, solo escuchó la tranquila voz del niño sin saber qué ocurría.

―Me equivoqué de número ―mintió Bill―. Hasta luego Rock.

Mejor que nadie se entere de esto, se dijo. Miró una última vez las fotos de su madre colgada de la cuerda, y a él colgado del cordón umbilical; la presión en el estomago se le hizo insoportable, parecía que sus vísceras iban a explotar; reteniéndose para no arrugar el papel entre sus puños, guardó las pruebas en su lugar secreto. Recordó cuando su padre le regaló una motocicleta por navidad y, como una secuencia en de vídeo difuso por el paso de los años, todo le resultó tan falso. Todo un engaño. Mataron a su madre y lo secuestraron recién nacido. Imperdonable. Bill tiró a la basura todo lo que lo hacía buen niño y se negó a reciclar sus principios.


Luego recordó, de forma precisa, cuando Rock “limpiaba” escenarios incluso más sucios que ese. El joven supo qué hacer y se puso a trabajar. Taponó el ojo y el agujero de bala de aquel malnacido y lo arrastró hasta el baño sin dejar ningún rastro de sangre, después enrolló la alfombra manchada de sangre para deshacerse de ella, y no quedaron más pruebas. Solo quedaron él y el cadáver. Ahora tocaba lo difícil. Envolvió la bañera con varias capas de plástico y volcó al muerto en su interior, boca arriba; y luego dejó que muchos litros de ácido corroyeran la existencia del maldito ser. El baño emanaba hedor a muerte, cuando explotaban las burbujas liberaban gas que se introducían por sus fosas nasales. Se desorientó. La imagen de su madre trayéndolo al mundo de los vivos desde el mundo de los muertos le apareció como un destello cegador. Su madre colgada de una soga; él colgado del cordón umbilical. La visión duró unos segundos hasta que los restos de un cuerpo maloliente descomponiéndose delante de él reaparecieron, y abrió la ventana para ventilar sus pulmones y no intoxicarse de violador muerto. Esta era su historia, y aquel vulgar violador no formaba para de ella. Bill se miró las manos y tuvo una idea, sonrió: metió la yema de los diez dedos en la bañera, y lentamente se quemaron sus huellas dactilares, todo cuanto tocasen sus manos no lo incriminarían hasta que sus heridas se regenerasen durante un buen tiempo. Bill obtuvo invisibilidad dactilar.


Bill cambió su infancia por una caja de dinamita macerada con venganza, y horror.  Nadie sabría qué descubrió, y mucho menos encontrarían los restos de su primera víctima; no tenía una idea clara de cómo hacerle pagar todo a su padre, el único culpable de lo que sucedió a su madre, y a él; ya se le ocurriría tarde o temprano qué hacerle, pensar así lo relajaba. Pero entonces escuchó que la puerta de su habitación se abrió. ¡Justo ahora! Exclamó Bill muy pálido. Salió del baño con cuidado y halló a su padre sentado al pie de la cama.
―Te he traído las galletas que te gustan.
Pero Bill tardó en responder. Los sudores fríos bajaron la temperatura de la habitación. Todas las ganas de enredar sus dedos en el cuello de su padre se redujeron a impotencia. Como su padre abriera la puerta del baño, como viera lo que había en la bañera...

Una mano le removió el cabello y le dijo que tenía las galletas encima de la cama. Su padre se fue.

Bill dejó de aguantar la respiración. Volvió al baño y el cuerpo estaba tan licuado como una natilla de fresa. Quitó el tapón, y un remolino rojo sorbió los litros de carne, segundo a segundo, enviando aquel engendro a la cloaca que provino. Por último, arrancó los plásticos de la bañera y los metió en varios sacos de basura. ¡Trabajo cumplido! se dijo. Una corriente de satisfacción recorrió hasta su último poro. Bill ya no era niño; Bill ya no era humano.


Pasó el tiempo y Bill llegó a los 17 años. No daba explicaciones sobre sus salidas nocturnas, decía lo que le interesaba o bien lo callaba, experimentó jornadas con el alcohol, conoció a otros de su edad, e investigó a fondo al sexo opuesto, ¿quién no tuvo esa edad? Lo que lo distinguía de los demás es que compaginó su abanico social con el acceso universitario. Le atrajeron las finanzas y quería ser el mejor con los números. ¿Qué sería de una empresa como la de su padre sin un buen financiero?


Una meta de Bill era ser mejor que su padre, para ello, primero aprendió a dominar a sus amigos; los incrédulos de su edad tenían la materia gris de un orangután: cuatro palabras bien construidas y una copa acompañada de una carismática sonrisa bastaban para ganarse un pedacito de su corazón. Y también las bragas de alguna despistada. Sin embargo, él quería las bragas de Lisa, su hermana que en realidad dejó de considerarla como tal desde el momento que descubrió su pasado. Ella estaba en el epicentro de todas sus fantasías.


Lisa estaba arreglándose la camisa y estirando su cabello para la velada con sus amigas. Cuando Bill la vio tan radiante, tuvo la tentación de decirle sus sentimientos, explicarle qué hizo su padre a su madre cuando no había ni nacido, que él y ella no eran hermanos y que siempre le gustó. Pero cuando se dio cuenta ella cruzó la puerta. Otro día será, se dijo Bill con aire melancólico. Y entonces escuchó un forcejeo en el exterior y corrió hacia la calle: Lisa lloraba dentro de un coche que salía a toda prisa. Bill gritó, vació sus pulmones, y los amigos de su padre no tardaron en aparecer arma en mano. Bill estaba muy nervioso, no podía articular palabra entendible. Uno de los grandullones llamó al jefe para que supiera la desgracia.

Cuando el jefe llegó se imaginó que le ocurría algo a Bill porque estaba en shock, trataban de tranquilizarlo amenazando que los atraparían y se lo harían pagar muy, muy caro. Sin embargo, el jefe no tardó en descubrir que era su otro hijo el que tenía graves problemas. Los ojos del jefe se desorbitaron como la mirada de un enajenado, tomó del suelo la foto de su hija recubierta de saliva, sangre, semen, heces, y su corazón se petrificó un segundo cuando leyó la cita en rojo.

Ingresa 10 MILLONES de dólares en Cuenta Suiza, a nombre de Doom Master, o rellenamos a tu hija con los fluidos DE TODOS NOSOTROS por cada orificio de su cuerpo. ¿Policía? Muere. ¿Tus matones? Muere. ¿Cosas raras? Muere. Corre: 24 horas.



El revés se pudo ver en los ojos del jefe durante unos instantes. Quedó tan hecho polvo que hasta una brizna de viento podía llevárselo. Pero un jefe como él no podía mostrar debilidad: recuperó la confianza y la mezcló con la rabia.

―Vosotros cuatro proteged a Bill. El resto conmigo. ¡Vamos!

La casa estuvo muy vacía durante la noche. La organización estaba rebuscando cualquier fleco por la ciudad, sin descanso, y sin poder imaginarnos dónde o a quién acudió el padre de Bill para tener una pista de los secuestradores. Como los atrapase, no existe una palabra que defina el sufrimiento que iban a experimentar. Mientras tanto Bill intentaba dormir, pero un remolino de pensamientos lo llevó a pensar cosas funestas, y la noche se hizo muy larga. Morirá sino paga, lloró Bill hasta que el Sol apareció por las cortinas de su habitación. Bajó a la planta baja y su padre acababa de llegar con el rostro más duro del mundo. Mudo, guardó el abrigo en el armario, y Bill dedujo que no encontró a los secuestradores de Lisa.

Al cabo de un rato su padre hizo temblar los cimientos de un portazo cuando se encerró en su despacho. No dijo qué iba a hacer, pero Bill y algunos matones lo intuyeron que ese tal Doom Master se salió con la suya.



“Entregar > 10.000.000$ > Cuenta Suiza > Doom Master > Password > Aceptar.”

No quiso pagar, pero no había más remedio. Si los cálculos sentimentales no le engañaron, ella era más valiosa que esa cantidad de dinero. Entregó una cuarta parte de su fortuna a unos desconocidos con la incertidumbre que, de devolvérsela sana y entera, solo pagarían por el daño que hicieron a Lisa y a Bill con su vida, pero de no ser así,  no descansaría hasta encontrarlos y darles un merecido tan sanguinario que hasta la antigua inquisición lloraría de miedo: él mismo les laceraría la piel de sus músculos y detendría las hemorragias para mantenerlos con vida, mientras les quitase los párpados a quienes no quisieran ver a las ratas comiéndose sus despojos, para luego, lentamente deshacerse de ellos, de sus hijos si tuvieran, y cualquier familiar, asegurándose que nadie los echaría en falta; y aún así no habrían …

Pero sus fantasías homicidas se interrumpieron cuando sonó el teléfono. Una voz confusa contestó.

―Papá, no sé dónde estoy, ayúdame papá.

Los secuestradores cumplieron su palabra. Borró todo lo que pensaba hacerles. Ya los atraparía, ya: solo los ejecutaría de un disparo en la nuca. Palabra de mafioso.

En unos días la familia volvió a la normalidad relativamente. Lisa todavía estaba miedosa y no se atrevía a salir de casa, el médico le dio unos relajantes para dormir. Sin embargo, cada vez que su padre veía ese dolor y miedo en ella, llamaba a mucha gente y se enfadaba mucho cuando no le daban ninguna pista de aquellos tipos; atraparlos es más que una obligación, no dejar cabos sueltos es el deber de un líder y también, en este caso, de un padre. No pararía hasta decirles que se metieron con la persona equivocada. Tras minuciosas investigaciones llegó a pensar que otras bandas hicieron eso, pero ninguna investigación corroboró eso. Obviaba algún detalle.

Mientras tanto Bill estudió lo suficiente para obtener una excelente puntuación de acceso universitario, y aunque dudó del amor de su padre por Lisa hasta que pagó por ella, se alegró mucho de no perderla. Acceso universitario y Lisa. Felicidad y sueños que cumplir. Selló una promesa con cuchillo en mano, letra a letra, la grabó en su busto. La imagen de su madre colgada de la cuerda y él del cordón umbilical volvieron a machacarlo. Hace un tiempo descubrió quien hizo eso, llegó el momento de hacérselo pagar. El secuestro de Lisa sería una pequeñez para su padre en comparación a lo que iba a hacerle él. Su tatuaje no se borraría de él, pero tampoco se borraría de los ojos del jefe cuando, justo antes de morir, se lo enseñase a pecho descubierto. No hay nada como tener unos ahorros para hacer tus sueños más accesibles, se dijo Bill muy satisfecho.

SECARSOS y Detective Sanitarium deseamos que este relato te haya gustado leerlo, tanto como nos ha gustado hacerlo. Agréganos a nuestras redes sociales si quieres ver la segunda parte de este cuento. Si esta publicación llega a 500 likes, haremos una novela. Muchas gracias.

SECARSOS: Cristian Díaz Sandoval.



Detective Sanitarium: David Moreno Ruiz.

No hay comentarios:

Publicar un comentario